(Continuación)
Se dice que no hay mal que por bien no venga. Peregrinó en su afán de ganarse la vida, por la haciendas. Había que defender su derecho a casa para cobijarse, a pan para mantenerse y a vestidos para defenderse de las inclemencias del tiempo. Llegó en sus andanzas a la Hacienda Huaito, del General Canaval en el interior de Pativilca. Allí comenzó una nueva etapa de su vida.
En la Hacienda de Canaval comienza trabajando como ayudante de albañil. Trabajó en esa hacienda peruana seis meses. Llegó a ganar hasta cuatro soles diarios de jornal, que en esa época era mucho dinero. Se levantaba a las tres o cuatro de la madrugada para ir al horno de cocimiento del azúcar. Se impuso por su calidad de trabajador, por su resistencia, por su tenacidad, por su optimismo.
Pero la vida de trabajador de las haciendas peruanas era entonces demasiado dura. El paludismo, las tercianas, diezmaban a los campesinos. Don Enrique enfermó del mal que convierte a los hombres en seres de color verde, que tiemblan como azogue periódicamente y que los va minando hasta tuberculizarlos.
Tuvo que venir a Lima. Cadavérico, destrozado su organismo, fue a dar al Hospital Dos de Mayo. Era, en esas salas tristes, en esa cama de dolor, un montón de huesos cubierto por una piel casi apergaminada, que esperaba la muerte. Entonces la ciencia médica no combatía con la eficacia de hoy esta dolencia. Los laboratorios no habían descubierto los específicos ahora en boga. Pero don Enrique Ychiki sanó. Las monjas caritativas lo ayudaron mucho.
Una vez restablecido, se fue a la Hacienda Santa Clara. Allí trabajó champaneando las acequias y en la Fábrica Centrífuga. Estuvo dos años desempeñando estas labores. Pero la suerte adversa lo perseguía. Diríase que el destino quería ponerlo a prueba. Enfermó de tifoidea, un mal que era terrible en aquella época.
La fiebre maligna que lo postró, adquirió en su organismo caracteres de virulencia. Había trabajado mucho; se había esforzado demasiado, sus defensas vitales no eran sufucientes para contrarrestar el mal.
Cuarenta días estuvo postrado nuevamente en el Hospital Dos de Mayo. La madre franciscana comprendió el drama silencioso, heroíco de este luchador venido de un país fantástico y de leyenda que aquí no contaba con más ayuda que la de él mismo y se apiadó de él.
Don Enrique Ychiki conserva de esos días en que la muerte rondaba en torno de su lecho una gratitud eterna por la madre franciscana. Ella lo alentó, fue comprensiva y abnegada. Carecía, esta religiosa poseída de divino amor al prójimo de prejuicios y discriminaciones raciales. Lo trató como a un hermano. Le prodigó sus cuidados y don Enrique sanó.
La influencia de la madre franciscana iba a ser favorable para Ychiki…(continuará)
Fuente: Revista Oriental (pag 83-84)